La virginidad de los genitales femeninos nació como una forma de control.
Al principio (y hablamos de muy al principio) se trataba de controlar el patrimonio: el único modo que tenía un hombre de asegurar que su primer hijo era suyo pasaba por desvirgar a la mujer con la que se casaba. Por eso, este primogénito era el heredero universal de sus bienes y de su estatus, y el resto de los hermanos debían servirle… o arrebatarle la herencia por la fuerza. Esta primogenitura empezó a entrar en desuso en Europa durante el siglo XVIII y desapareció casi por completo en el XIX.
Desde muy pronto, la virginidad de las púberes casaderas fue adquiriendo un aura de mito que las religiones capitalizaron. Y es que se le descubrió otra gran ventaja: también servía para controlar la sexualidad de las mujeres. Esa visión de una virginidad genital se enriqueció así con un nuevo ingrediente: la pureza. Es decir, la inexperiencia.
De ese modo, las mujeres que se convirtieron en deseables eran las inocentes y castas, de genitales intactos y nulo recorrido erótico: las recatadas doncellas; por lo que la virginidad era un requisito indispensable para ingresar en el matrimonio. De ese modo, los hombres reinaron en las alcobas, y las virginales jóvenes recién casadas eran adoctrinadas por sus esposos en el arte de proporcionar placer.
Y del control externo se pasó a control propio. Una mujer que había preservado su virginidad hasta el matrimonio sin duda se había convertido en una experta del autocontrol. La virginidad proponía un modelo de mujer para la vida conyugal: la que aguanta sin rebelarse ni desobedecer, la que se somete y es dócil, la que vive en torno a las necesidades de su esposo.
Las virginidades en el siglo XXI
Todavía hoy la virginidad es un asunto importante. Lo es en algunas comunidades cercanas que la preservan hasta el matrimonio… o, en otras, que la estigmatizan y pretenden librarse de ella lo antes posible. Dejar de ser virgen es un imperativo que recorre numerosas aulas de secundaria, y seguir siéndolo hasta el matrimonio aún es imprescindible para muchas familias. De un modo u otro, el control sobre la sexualidad de las mujeres sigue estando ahí.
Pero, ya que el mito de la virginidad permanece con nosotras en su doble vertiente, y ya que configura nuestra manera de resultar o no deseables, asumamos nosotras el mando y convirtámosla en un elemento de la amatoria a nuestro favor. Porque preservar el himen no solo no impide los juegos amorosos sino que, además, los favorece y llena de sensualidad. Desgenitaliza los encuentros, una acción que aporta más que resta.
Mantener los genitales fuera de juego no solo evita los embarazos y ciertos contagios sino que anima a descubrir muchas fuentes de erotización en todo el cuerpo. Y otorga a las mujeres el control sobre una tradición cultural (la preservación de su “honra”) sin renunciar a la gestión de sus deseos eróticos. Virgen sí, pero no necesariamente inexperta.
Por otro lado, esta visión desgenitalizada permite, a las jóvenes que quieren adquirir experiencia y así dejar de ser vírgenes lo antes posible, recrearse en placeres eróticos que no incluyen la penetración. Placeres que las preparan para encuentros más íntimos en el futuro, que requieren cierto grado de madurez y que sí implican acoger un pene en su vagina.
Tal vez entonces esas adolescentes no necesiten abrumarse con alcohol para reunir el coraje de romper su himen con un amante casual, tan inexperto y apremiado como ellas. Tal vez, con este inicio corporeizado, deshimenizado y enriquecido, su vida amorosa vaya siendo cada vez más rica y auténtica.
Y tal vez, de este modo, la virginidad deje de tener importancia, abandone el relato que articula la sexualidad de las mujeres y nos permita desear y sentirnos deseadas sin imposiciones, estereotipos ni mitos.
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